
Como ya es tradición, iniciemos el texto así: era la mañana del 24 de diciembre, ni un alma se movía en la sala de estar del cuartel, lugar donde se había acordado que harían su reunión navideña. Era amplio, con grandes ventanales que podrían abrir (sin morir congelados gracias a la onda de calor que decidió visitarlos en las fiestas festivas) y se podrían acompañar sin riesgos mayores. Solo una pequeña niña de calcetines disparejos se encontraba tumbada sobre el tapete, coloreando un libro de unir puntos que Óliver y Emy le había regalado hacía unos días.
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