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Posada Virtual – Generaciones Demoniacas

Ella estaba terminando de lavar los platos y había dejado la licuadora al final.

—Emy siempre me pedía lo que quedaba de la masa.

—¿Puedo?

Antes de que pudiera responder, Edmund tomó la licuadora y un plato hondo.

—Yo lo lavaré, tranquila. —Le dio un beso en la mejilla mientras recogía cualquier residuo con una cuchara—. ¿Cuándo estarán listas las galletas?

—En diez minutos. —Ella miró su reloj de pulsera—. Y el pavo en una hora más.

—Espero que no le tengas mucho cariño a los contenedores, porque no creo que te los regresen pronto.

—¿Lo dices por el pavo? No estoy segura de que quede mucho, el Señor podría comerse la mitad.

—Ah. —Edmund cogió una cucharada rebosante de masa—. No sabía que comía tanto.

—Es un ser grande.

—Sí, lo sé. ¿Dos metros veinte?

—Más o menos.

—Podríamos aprovechar y pedirle que nos baje los vasos que quedaron hasta atrás de la alacena.

Ella rio y se puso de puntillas para besarlo, cuando se escuchó el timbre.

—Iré yo. Cámbiate, yo puedo ser el anfitrión un par de minutos.

Ella dudó un momento, pero lo besó en los labios antes de subir a su habitación.

Edmund tomó aire, fue a la entrada y abrió.

—Hola —lo saludaron Isabel y Dominic con cubrebocas—. ¿Llegamos muy temprano?

—Para nada. —Edmund se hizo a un lado, les tendió el tapete con cloro y esperó a que se limpiaran los pies para depositarles gel antibacterial—. ¿Vinieron juntos?

—Obviamente… ¡Olvidé que no les habíamos dicho! Es tan raro no vernos a cada rato. —Isabel se quitó el suéter y se lo colgó a la cintura—. Dominic y yo nos hicimos compañeros de cuarto para ahorrar un poco. No es muy diferente a nuestra vida en el cuartel.

—¿No te has vuelto loca limpiando todo tras de él?

—¡Oye! No soy desordenado.

Edmund los examinó un momento: los jóvenes no disimulaban bien que buscaban a alguien con la mirada.

—No ha llegado.

—¿Quién? ¿Ella? ¿Fue por algo?

—Ella fue a cambiarse, el Señor todavía no llega. ¿Quieren algo de beber?

Isabel se ruborizó.

—Gracias, una soda estaría bien.

Mientras Edmund iba a la cocina, Isabel y Dominic se sentaron en la sala.

—¿Trajiste la cámara?

El chico sonrió antes de sacarla.

—Tomaré un par cuando baje Ella y otras después de cenar.

—¿Para un antes y un después?

—¡Claro que no!

Edmund los observaba desde la cocina.

—¿Qué te preocupa?

La pregunta lo sobresaltó y lo hizo derramar parte de la soda que traía en sus manos. Se volvió: Ella lo observaba con una ceja arqueada. Vestía una blusa blanca y el cabello recogido.

—¿Quieres enviudar tan pronto? Me detuviste el corazón un segundo.

—Sabes que no. Y no me has respondido.

Edmund suspiró.

—No estoy celoso. Fue una historia del trabajo, te respeta y confío plenamente en ti.

—Lo sé.

—Y no me molesta que venga o que se coma medio pavo o que pueda ganarme en cualquier cosa física o que sea más popular que yo.

—¿Entonces?

—Es solo… —titubeó—. Es… la reacción de los demás. Andan de puntillas a mi lado, no se atreven a decir su nombre. ¿Creen que no sé que todos lo emparejan contigo, que creen que no doy la talla? —Alzó una mano para detener a Ella—. Pero soy un esposo comprensivo, bueno y aguantador. Hoy demostraré que no me afecta y detendré esas tonterías de una vez.

Ella sonrió.

—Sí, definitivamente puedo ver que no te afecta. —Estrechó su mano—. Pero estoy de acuerdo contigo. Te apoyaré en lo que quieras hacer.

—¿Incluyendo pedirle que se ponga una camisa antes de venir?

—Eso se lo subrayé en la invitación —le respondió con un guiño—. Y pantalones.

—¿Qué quieres decir con “y pantalones”?

El timbre volvió a sonar.

—Anda, ve —Ella tomó los vasos de sus manos—, mi esposo comprensivo y aguantador.

Edmund le agradeció con una sonrisa antes de ir al recibidor.

La figura del Señor cubría casi todo el marco de la puerta. Llevaba puesto, gracias a Dios, pantalones blancos y un abrigo largo y color camello. Edmund lo miró a los ojos, que por suerte no estaban inyectados de sangre.

—Traje chocolates.

—¿Perdón?

El Señor sacó una caja de uno de los bolsillos de su abrigo y se la tendió. Era de esos chocolates belgas con formas de estrellas marinas y caracolas.

—Chocolates. Para comer.

Edmund contuvo la risa. No lo conocía bien, pero imaginaba que estaba igual de incómodo que él.

—Gracias, creo que pueden ser nuestro aperitivo en lo que termina de hornearse el pavo. ¿Quieres soda, algún vino?

—Cerveza, si tienes.

—¡Claro que tengo! Adelante, adelante. Beberemos mientras Dominic nos saca unas fotografías.

El aludido captó la indirecta y se apresuró a encender su cámara mientras Isabel hacía espacio en el sillón.

Ella los veía con una sonrisa. Esperaba que esa cordialidad durara hasta la reunión de Silma.

—Con suerte, el azúcar estará a mi favor —se dijo a sí misma—. Y la cerveza.

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